En este cuadro de Joaquín Sorolla, “La mujer pescadora y su hijo”, se observa a una mujer sosteniendo a su hijo en brazos. No se ve su rostro ya que este queda oculto por su mano, con la intención de cubrirla del intenso reflejo del sol. No queda claro, en realidad si la mano busca protegerla a ella o a su pequeño niño en brazos, parece que en realidad al segundo. Tampoco se ve la cara del niño, este mantiene su cabecita apoyada en el hombre de la madre y parece dormido o mirando al paisaje. Se trata de un entorno marítimo, la playa sobre la cual están ambos y un gran mar azul de fondo, bien protagónico. Las ropas de la mujer y del niño se mueven, mostrando que el viento, aparte del sol, también se hacen presentes en esta escena.
La paleta de colores utilizada por Joaquín Sorolla es la de los ocres, amarillos, el blanco y el azul. De hecho, en este cuadro impresionista, el azul del mar también aparece esbozada y disimuladamente en la arena como integrando a las figuras en una misma cosa.
Desde lo simbólico “La mujer pescadora y su hijo” hablan de la maternidad, de los hijos y el sostén. Se observan dos dimensiones. Por un lado, la figura real, la madre que sostiene, que protege de las inclemencias del sol y del viento. El niño por su lado descansa sobre ella, placido, seguro, confiado en que todo va a estar bien. Quizás no note ni el sol ni el viento, su madre lo protege. Sus ojos pueden reparar tranquilos en el mar o descansar. Hay un segundo plano, y tiene que ver con la gran sombra que se ve eyectada de la figura, producto del sol. Es la sombre muy marcada de ella, sombre que se le parece, claro, le pertenece. Pero si se repara solamente en la sombra, pareciera que estuviéramos frente a la figura de una bailarina. ¿De qué hablara esa sombra? ¿Del baile de una madre con su hijo?, ¿del disfrute de la vida cotidiana juntos?, ¿de sus malabares y bailes para sostenerlo?, ¿O de sueños no cumplidos?
Ese análisis queda para la lectura de su autor o las proyecciones de cada observador. Sea como fuere, estamos frente a un gran cuadro del año 1908 de Joaquín Sorolla. Expresivo, bien acabado y profundo.
Joaquin Sorolla